24 jun 2012

El libro del Hombre Oso

Hace unas semanas cayó en mis ávidas garras lectoras la novela de un prometedor estilista cordobés al que le tenía echado el ojo desde hace tiempo: Daniel Pérez Navarro. Su ópera prima resultó finalista en 2010 de los premios Ignotus, que vienen a ser algo así como los Óscar literarios de la fantasía patria. Estuve tentado de pillarme la susodicha Mobymelville, pero me decanté por su última novela porque el argumento me atraía más. El libro del hombre oso (Grupo Ajec, 2011) se lee en apenas un par de tardes y se disfruta tanto por su impecable estilo como por su trama absorbente. Se trata, por añadidura, de una historia original, con una desacostumbrada estructura, no arbitraria sino a medida de lo narrado, ajustada a ello como un guante.

El título ya nos anuncia sin tapujos el tema del libro: el hombre oso, una versión muy personal del célebre licántropo. El autor parte de la leyenda que rodea al hombre lobo para crear su propia mitología en torno al oso. El libro es una deconstrucción de la licantropía, pero esa deconstrucción no es un fin en sí misma, sino un paso necesario para el montaje del nuevo mito. Así, la novela comienza echando por tierra todos los tópicos asentados alrededor del hombre bestia no por el placer de destruirlos, sino para construir los propios desde cero. Existen también reglas en la zoantropía del oso, reglas paralelas al proverbial canon del lobo: hay un telón de Aquiles de la criatura en forma de arma especial, una serie de requisitos que precipitan la transformación y, claro, también un proceso de animalización, aunque de una naturaleza distinta y más radical, irreversible. Toda la novela pasa por ofrecer una alternativa al lobo, lo bastante similar como para que los paralelismos sean obvios y lo bastante diferente para que la nueva mitología nos resulte exótica. Así, mientras que el lobo es sutil, oscuro, se desliza entre las sombras (no en vano surge bajo un influjo lunar) y caza furtivamente, por el contrario el oso es gigantesco, tosco, abierto, su vigor no precisa de subterfugios, sus actos son devastadores. Se trata de una suerte de Godzilla ancestral y con germen humano, una pesadilla a gran escala, una fuerza destructora, un monstruo asociado a los tiempos modernos, menos intimistas, de males más globalizados y catástrofes masivas.

Pero toda devastación parte de una mecha tenue, y toda zoantropía de un simple ser humano que solo en potencia se erige en bestia. El libro del hombre oso arranca con un suceso cotidiano que, en principio, no parece guardar relación con el oso: una clase de niños en edad preescolar desaparece misteriosamente durante una excursión. El protagonista del libro, un profesor obsesionado con la figura del hombre oso, se ve involucrado en una serie de crímenes que vulneran la tranquila Daeyna, ficticio pueblo costero, y que en principio tampoco tienen que ver con la desaparición de los niños. Todas estas piezas aparentemente inconexas acabarán formando parte de un puzle mayor. No puedo dar más detalles sin desvelar la trama; lo que sí puedo añadir, sin miedo a comprometerla, es que la historia principal del profesor se va intercalando con una extensa documentación relacionada con el hombre oso, colmada de anécdotas fingidamente históricas (que son las encargadas de desmitificar al teriántropo) y fragmentos literarios del Medievo. Este material anexo enriquece muchísimo la obra global al tiempo que nos va introduciendo en el inquietante mundo del oso mucho antes de que entre en escena, como un preámbulo necesario del catastrófico, fabuloso, terrible clímax que se nos avecina.

Por poner una pega a la novela, no me ha convencido el modo en que se maneja al personaje del señor Mell. Al principio el autor parece jugar con la idea de que el oso somos todos, que no hace falta alcanzar la forma explícita de una animal para actuar como tal, que todo hijo de vecino oculta una bestia dentro, que el hombre puede ser la más atroz de las fieras. Pero, de pronto, los actos inhumanos del personaje tratan de justificarse a través de su condición de bestiario, y entonces el señor Mell sufre un brusco cambio de personalidad que no termina de cuajar; ni siquiera el postulado de que "el bestiario a veces disfruta con la caza" termina de disculparlo. De todas formas, es un mal menor de la novela, y si tenemos que suspender la incredulidad para disfrutar de este, por otro lado, estupendísimo personaje, que así sea.

La edición del libro es muy bonita: impera el blanco, tanto por fuera como por dentro (los capítulos son breves, cargados de espacios vacíos). Adolece, eso sí, de un puñado de errores de maquetación, pero nada demasiado grave. Las fotografías que acompañan el texto son sugerentes y cumplen magistralmente con su función escenográfica. El libro es ameno sin sacrificar por ello el estilo. Pérez Navarro experimenta con el lenguaje, con los tiempos, con las estructuras; todo ello sin perder de vista su objetivo principal, que es contar una buena historia. Una historia donde lo cotidiano se echa un pulso con lo legendario, donde realismo y superstición se montan y se desmontan, conflicto del cual solo el lector sale victorioso.

Seguiremos vigilando a este autor muy de cerca.

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